Delphine de Vigan en su libro “Las lealtades” escribe provocando en el lector, la sensación de que esta historia como tantas otras, se asume como ajena en una trama que resulta familiar. Es un relato, si se quiere, sobre lo que se intuye pero se calla, sobre lo que se disimula y se disfraza. Ella escribe sobre lo ya sabido, en lo que no se quiere saber. Ciñe con su escritura, aquello que habita detrás de los semblantes. Capta el desgarro y lo hace letra. Será tal vez porque su manera de reparar en la sobriedad de los detalles, y el modo en que los ordena en una diacronía de causa y efecto, impide que las tragedias cotidianas pacten con la indiferencia. Una advertencia antes de entrar en la lectura de esta u otra novela de la autora: Delphine consigue una narración que no escatima en asperezas y que continúa raspando aun después de cerradas sus páginas. En el caso de esta historia, no se puede desatar fácilmente, el nudo que provoca en la garganta. Este es un relato sobre el desamparo, cuyo personaje principal es un niño olvidado, un huérfano del Otro. Theo, tiene doce años y lleva un tiempo escondiéndose junto a su amigo Mathis dentro de la escuela. Busca perderse y embotarse, bajo los efectos del alcohol. Frente a un mundo adulto, que ha dimitido en su función orientadora, pero que exige una rápida inserción en el mercado del intercambio laboral y social, Theo se siente interpelado cuando se le pregunta: ¿qué profesión te gustaría ejercer?, ¿cuáles son tus pasiones?, ¿a qué te gustaría dedicarte? Él quisiera responder: “me gusta notar el alcohol dentro de mi cuerpo. Primero en la boca, ese instante en que la garganta recibe el líquido, y luego esas décimas de segundo en que el calor desciende por tu vientre, podría seguir el recorrido con el dedo. Le gusta esa ola húmeda que le acaricia la nuca y se difunde por sus miembros como una anestesia”. En una edad en la que vacilan las identificaciones, y el cuerpo en su dimensión sexual, se vuelve desborde y discordancia, desajuste y conmoción, el alcohol se presta bien a la realización de las fantasías de evanescencia, y de desaparición. Pero además, ante lo acuciante del enigma que se instituye en el Otro, ese qué me quiere, que se presenta como opacidad y como silencio, se abre la vía de un atajo, que permite obtener una satisfacción en cortocircuito. Se instala una urgencia, que itera acéfala alrededor de una sustancia. De este modo, consigue conjurar los demonios que habitan sus días, al precio del arrobamiento de los sentidos y de la suspensión del pensamiento. Theo busca y repite una operatoria, beber siempre más, un trago más. En esa coyuntura dramática, que es el despertar de la primavera, la escritora señala con maestría, que la desmesura en el consumo de alcohol, está ligada en este caso, al exilio de una función, a las ruinas del padre, y a la indiferencia acuciante de una madre. Expone de este modo, el envés de una historia en la cual los adultos, flotan a duras penas sobre una superficie estancada, sin hacer olas, ni ruido, inmersos en sus propias sombras y reflejos. Lacan anticipaba, ya hace varios años, la evaporación del padre. En esta narración, se construye una posible imagen de esto, se imaginarizan las causas y los efectos y esto produce un impacto en el lector, no queda exento. El padre de Theo se deja morir, se abandona, se encierra, su hijo intenta ayudarlo, aun lo espera … “a Theo le gustaría que su padre se levantase y diera un puñetazo en la mesa (…) en vez de eso sus lágrimas empiezan a correrle por las mejillas y no mueve las manos de las rodillas. Theo odia que su padre llore (…) Theo cierra los ojos y llena de aire los pulmones para tragar saliva -una técnica que domina muy bien para sortear el sollozo- luego alarga a su padre un trozo de servilleta de papel que hay sobre la mesa.-No pasa nada papá, tranquilo”¿Dónde está el padre, cuál es el hijo, quién protege, orienta y cuida? Para que el padre en tanto función, pueda habilitar en el hijo las vías del deseo, debe poder heredarle algo que haga de límite al goce, pero esto no será posible en esta ficción, como tampoco lo es en lo real de tantas otras historias.
La novela también aborda el drama individual, de algunos personajes que interactúan con el niño. Mathis, es el mejor amigo de Theo, quiere salvarlo, pero en el camino se extravía en los oscuros callejones sin salida, que el sentido común de la palabra lealtad sabe ocultar. Helene, su maestra, es el único adulto, que supo leer en la mirada perdida de su alumno, las señales de lo que no andaba, pero vacila en su intervención, se confunde, ya que es su propia infancia de maltrato, lo que se reactualiza en ella, ante ese niño que calla, y al que nadie parece ver. Y Cecile, la madre de Mathis, hija de un padre alcohólico, busca la causa de lo que le sucede a su hijo, en las marcas que porta de su propia novela familiar. Vive abrumada por las culpas de haber pagado con su deseo, el precio de los que eligen una vida aséptica y narcisista, una gaviota empetrolada que tiñe sus plumas de blanco, sabiendo que no podrá volver a volar. Por último, con la idea de invitar a la lectura de este y otros libros de la autora , transcribo unos párrafos de la novela comentada, que dan cuenta de un estilo de escritura sencillo y resuelto, que lleva hasta el límite la indagación sobre la fragilidad humana: “las lealtades …son lazos invisibles que nos vinculan a los demás (lo mismo a los muertos que a los vivos), son promesas que hemos murmurado y cuya repercusión ignoramos, fidelidades silenciosas, son contratos pactados la mas de las vecescon nosotros mismos, consignas aceptadas sin haberlas oído, deudas que albergamos en los entresijos de nuestra memoria. Son las leyes de la infancia que dormitan en el interior de nuestros cuerpos, los valores en cuyo nombre actuamos con rectitud, los fundamentos que nos permiten resistir, los principios ilegibles que nos corroen y nos aprisionan. Nuestras alas y nuestros yugos. Son los trampolines sobre los que se despliegan nuestras fuerzas y las zanjas en la que enterramos nuestros sueños”
Obra de Julieta Cantarelli